14 de mayo de 2009

SÓCRATES O EL ALUMBRAMIENTO DE LA VERDAD

Los hombres se han planteado interrogantes desde el comienzo de los tiempos, es parte de la esencia humana. Pero puede decirse que la filosofía, como actitud crítica sistemática, nació en el siglo VI a.C., en las costas de Asia Menor. Los primeros filósofos, los jonios, eran principalmente cosmólogos. Más adelante, con Sócrates, el pensamiento adquirirá una orientación diferente: de las especulaciones cosmológicas se pasará al tema del hombre.
Sócrates era hijo de una partera. De su madre, decía, había aprendido el oficio del pensamiento. Porque pensar, en efecto, consiste en dar a luz, y esto involucra cierta dosis de sufrimiento.
Según dijimos ya, el pensamiento brota a partir de la crisis. Sócrates es griego, ateniense, y la crisis se dio en el centro mismo de la vida griega: en la polis, la ciudad. Allí se centraba la vida del hombre, en la cosa pública, en la plaza o ágora. Allí se encontraban, discutían, analizaban qué era mejor para todos. Porque la ciudad era de todos, todos eran de la ciudad, y por ella y para ella vivían. En esa forma de existencia encontraban la felicidad, la del hombre perfectamente integrado e insertado en su ciudad, cualquiera fuera su ocupación o casta social. Así describe Ortega y Gasset en el Espíritu de la letra la sociedad ateniense en tiempos de Sócrates:

“Cada hombre se siente vitalmente –no como nosotros, idealmente- parte del cuerpo público. No sabría vivir por sí y para sí. El griego de este tiempo hubiera sentido su propia individualidad como una soledad trágica y violenta, como una amputación que conlleva el dolor y la muerte”.

El hombre se vuelve individual cuando se desprende de esa totalidad abarcadora que es el cuerpo público. Ese cuerpo se desintegra y nace entonces el individuo, el ser en crisis, el ser originado a partir de aquella ruptura de la totalidad y que, por lo tanto, piensa.
En los pueblos antiguos pensar significaba repetir fórmulas tradicionales, inmemorables. Todo en el arte y en la cultura consistía en reproducir, y el autor era auctor, agregaba, añadía. El pensamiento filosófico nació de la ruptura y ayudó precisamente, a poner en claro que la vieja tradición estaba disuelta o en tren de disolución. Pensar es revolucionar. Eso hizo Sócrates. Eso hace el filosofar como actitud frente a lo ya dado y establecido.
Sócrates promovió la catástrofe: había que pensar cómo derrumbar lo ya pensado. O como lo explica Ortega:

“Sócrates pone al hombre griego de espaldas al universo y frente a frente consigo mismo… En adelante, cuando se pronuncie en Grecia la palabra ciencia se entenderá primariamente “ética” (…) Perdida la confianza en la vida espontánea que se apoya en lo externo, es preciso reconstruir artificialmente una vida más sólida, invulnerable, hecha de no-vida, de desinterés por todo, de renuncia, de negación, que es la liberación”.

El gran invento de Sócrates fue la libertad íntima. La libertad es el pensamiento del individuo.
Pensar en qué consiste vivir y cómo hacer para lograr una existencia feliz. Olvidarse de las verdades aprendidas y buscar la razón de ser dentro de uno mismo. Eso enseñó Sócrates. No enseñó a saber. Enseñó a pensar.

SÓCRATES Y SU MUJER

Sócrates era un sujeto extraño: no se sometía a las convenciones de la mayoría y pensaba con su propio cerebro. Por eso lo mataron. Por eso, también, es nuestra primera referencia en este libro. Aunque muchos otros filosofaron antes que él, únicamente Sócrates hizo de la filosofía una ciencia del vivir y del morir. Y esa ciencia sigue siendo indispensable aún hoy. Sobre todo hoy, en estos tiempos posmodernos, de computadoras sofisticadas y casas inteligentes, de navegaciones en Internet y otros juguetes cibernéticos. Si uno los aleja por un instante, se descubre desnudo. Entonces piensa. Apoyándonos en Sócrates, nuestro contemporáneo, podemos pensar mejor.
¿Qué fue lo que incentivó a Sócrates? O ¿quién? Su mujer, según dicen.
En efecto, Xantipa –así se llamaba- era arisca, de pésimo humor, y le amargaba la vida a su marido. Como muchos hombres, a Sócrates le resultaba difícil vivir con su mujer, pero no podía vivir sin ella; de modo que hizo de ese problema cotidiano un aprendizaje filosófico: “Si logro que Xantipa no influya en mi ánimo, alcanzaré la máxima de la sabiduría: gobernarse a sí mismo”.
Fue así como ese mal –el de la mujer gruñona, irritable e irritante – se le volvió un bien: tuvo que pensar, y de ese modo se tornó filósofo. Por otra parte, aquello de andar por la calle meditando, en la plaza y en otros lugares públicos, conllevaba dos placeres: uno, el del diálogo; el otro, no estar en casa. Pero, a decir verdad, no sólo el mal carácter de su mujer fue lo que incentivó a Sócrates a pensar. Sócrates fue testigo del esplendor de Atenas, y también de su decadencia. El régimen de los tiranos, posterior a la guerra del Peloponeso, habría de provocar contingencias sociales y políticas adversas y condenaría a muerte al filósofo.
La filosofía es cosa de filósofos. Y los filósofos no nacen por generación espontánea o por espontánea voluntad, sino, más bien por circunstancias de la vida que los arrojan a la reflexión. Porque si nosotros, los hombres, no tuviéramos problemas, seríamos francamente como las plantas. Nos hace hombres el conflicto, la falla, la circunstancia dolorosa, los obstáculos de la vida y la necesidad de superarlos; el deseo de llegar más lejos a través del pensamiento, la creatividad, la fantasía.
El que bebe agua no piensa en el agua. Piensa en el agua quien tiene sed, y no ve más que desierto.

Y usted, lector, ¿cuál es su sed? Porque algo debe faltarle, por algún motivo debe caer en dudas, en crisis. Aproveche la circunstancia desfavorable: piense. Es revitalizante. No será filósofo, ni es necesario que lo sea, pero en el pensamiento se encontrará a usted mismo. Y eso no es poco.

PENSAR EN LA CALLE Y EL ARTE DE GOBERNAR

Pensar es un acto individualista. Yo pienso, tú piensas. Pero Sócrates no concebía el pensar como una actitud de aislamiento, el pensador no debía mantenerse encerrado en su casa, en su gabinete. Él se crió en la calle, en la plaza pública, y allí iba a encontrarse con la gente y a pensar con ellos, en discusión, en confrontación de ideas, en diálogo.
Hemos dicho que Sócrates aseguraba haber aprendido el oficio de pensar de su madre, que era partera. El buen filósofo es como una partera que puede ayudar al otro a extraer la verdad que guarda dentro de sí. ¿Cómo? A través del diálogo. Porque el hombre más ignorante e inculto guarda en su interior la verdad, sólo hay que ayudarlo a darla a luz. Dialogando con él, conduciéndolo con preguntas a la movilización, a la introspección, hasta que, finalmente, pueda extraer fuera de sí la verdad que permanecía adormecida en su interior.
Esta y no otra es la idea básica de la educación: la función del maestro consiste en ayudar al alumno a gestar la verdad, a producirla. Esta noción fue luego retomada por su discípulo Platón, quien la desarrolló en sus primeros diálogos, de influencia socrática.
Platón ubicaba a Sócrates como interlocutor, a fin de hacerle decir aquello que él quería enseñar. En uno de los diálogos, Sócrates se encuentra con el esclavo Menón. Se trataba de un hombre ignorante, y dialogando con él, Sócrates le “extrae” los principios de la geometría de Euclides. Con este caso extremo Sócrates le demuestra que pensar no es adoptar ideas ajenas, sino hacerlas emerger desde nuestro interior, ayudados por algo o alguien. Sócrates confiaba en este método, confiaba en el hombre y en su poder de pensar y alcanzar ideas correctas siempre y cuando se tomara el camino adecuado.
En griego, métodos significa “camino”. Hay que tener método. El camino adecuado para el objeto adecuado. Para obtener leña corresponde talar árboles o ramas con un instrumento llamado sierra u otro semejante. Usar una lima sería un método inadecuado.

Acerquémonos a Sócrates, que ahora está discutiendo en la calle con un señor llamado Calicles. Dialogan acerca de quiénes deben gobernar. Sócrates lo conducirá a través del diálogo a ciertos errores que Calicles no había advertido en su razonamiento. Luego, una vez que ambos reconozcan la propia ignorancia, saldrá a la luz el verdadero saber.
Calicles mantiene una teoría muy interesante: en la naturaleza, explica, los grandes dominan a los pequeños, los tiburones se comen a los pececillos de colores, los fuertes aplastan a los débiles. Eso es natural. Nadie se asombra. Nos asombraríamos si no sucediera así, si el tigre no acosara al cervatillo e intentara devorarlo.
Lo mismo, sostiene Calicles, deberíamos aplicar a nuestra vida –la de los hombres –, la ley de la naturaleza. Los mejores, que son los más fuertes, deberían dominar y someter a todos los demás, y hacer con ellos lo que les plazca. Pero la realidad, se lamenta Calicles, es otra; los hombres tenemos leyes propias, las de la moral, las de la sociedad, que nos impiden poner en práctica esta teoría. Si alguien golpea a otro porque es más fuerte que él, es reprendido. Si alguien, por disponer de los medios, le quita a una persona sus bienes, porque ese pobre sujeto no puede o no sabe defenderse, recibe un castigo.
Nos regimos por leyes contrarias a las de la naturaleza practicando la piedad, absteniéndonos de realizar nuestra espontánea voluntad, frenando nuestros impulsos. Esas leyes van en contra de lo natural. Por lo tanto, concluye Calicles, no son buenas, no son correctas. “¿Y cómo es que llegamos a tener esas leyes?”, se pregunta. Las impusieron los débiles, los flojos, los pobres, los desamparados, los que están llenos de miedo. Esas leyes nacieron de la miseria de ciertos hombres que necesitan poner una valla a la naturaleza para poder subsistir.

“Pero que aparezca un hombre tan felizmente dotado como para sacudir, para romper, para arrojar lejos de sí todas estas cadenas, y seguro estoy de que, pisoteando todo cuanto se ha escrito, sortilegios, encantamientos y hasta las leyes mismas, por contrarias a la naturaleza, se rebelará, se erigirá en amo por cuanto no es nuestro esclavo, y entonces brillará en todo su esplendor el derecho de la naturaleza.”

Como no podía ser de otro modo, Sócrates se opone a las ideas de Calicles. Pero atendamos ante todo al arte de Platón (que fue quien redactó estos Diálogos) para poner en la boca del enemigo, es decir, del interlocutor, argumentos de una maravillosa lógica, a tal punto que uno fácilmente quedaría atrapado por ellos. La grandeza de Sócrates no consiste en refutar argumentos endebles, sino justamente en tomar algo que pasa por verdad, y que resulta casi inexpugnable, y demostrar, sin embargo, su falsedad.
Usted, ¿cómo respondería a un contrincante? Con furia, seguramente, con pasión, diciéndole: “¡No tienes razón, estás diciendo barbaridades!”.
Es nuestro modo de reaccionar. No el de Sócrates. Sócrates no se enoja. Según hemos visto, su tarea es pensar para que el otro piense. Debe conducir al contrincante con suavidad, sin ofender, de manera tal que el otro tome conciencia de su error por sus propios medios. Porque si yo le grito: “¡Estás equivocado!”, de nada servirá. Persistirá en su error. Y debe ser él mismo quien refute su propio error. Sócrates, el partero de la verdad, le extraerá de los intestinos de su pensamiento la verdad que acabe con la equivocación.
Algo más. Sócrates, en su conversación, en su delicado decir, en sus preguntas, desliza la ironía. Ironizar quiere decir afirmar algo sugiriendo, no obstante, que esa afirmación oculta otro significado, y que debe ser revisada. La ironía consiste en hacer comprender al otro, de un modo muy especial, lo contrario de lo que se está afirmando. Si le digo a alguien: “¡Qué lindo peinado! ¿Dónde te lo hiciste? ¿Me recomendarías ese peluquero?”, podría tratarse de una afirmación veraz de lo que pienso o siento. Pero dicho con tono irónico, con cierta leve y sutil sonrisa (visible o contenida), mi afirmación seguramente lo ayudará a darse cuenta de que su peinado es todo lo contrario de lo que yo digo que es. Así funciona la ironía como método para “despertar” al prójimo en diversas situaciones vitales. Y Sócrates la usa profusamente en el diálogo. En Gorgias, leemos: “-Sea, oh inteligentísimo Calicles –responde Sócrates-; ¿es esto lo que tú querías decir? Tú sostienes que “mejor” es igual a “el más fuerte”, dime ahora qué entiendes tú por “mejor””.
Ha comenzado la tarea de taque de Sócrates. Ha elogiado su inteligencia, para tranquilizarlo, ahora puede empezar a interrogar a Calicles.

“-¿Quiénes son los mejores? ¿Son los más sabios, o son otros individuos?
“-Los más sabios, obviamente – replica Calicles.
“-Luego, según tú –dice Sócrates-, con frecuencia un hombre razonable es más poderoso que millares de hombres irrazonables; a él corresponde mandar y a los otros obedecer.”

Calicles está de acuerdo, dice que eso es exactamente lo que él venía expresando. Ahora Sócrates quiere saber si los que han de gobernar también han de gobernarse a sí mismos.

“-¿Qué quieres decir con esto? – Calicles no ha comprendido.
“-Quiero decir que cada uno de ellos es dueño de sí mismo. ¿A menos que tú creas que no vale la pena ser dueño de sí mismo y que lo único que importa es mandar sobre los demás?
“-¿Cómo entiendes tú ese dominio sobre sí mismo? – pretende saber Calicles.
“-Pues de un modo muy sencillo- contesta Sócrates-, en ser sabio y dominarse, en ser el dueño absoluto de sus pasiones y caprichos.”

A Calicles esto ya no le gusta. Al contrario; él entiende por hombre grande, poderoso e inteligente a aquel que obra siempre según su voluntad y solo por ella. La definición de Sócrates contradice, para Calicles, la ley de la naturaleza.
Sócrates le hace ver que esos gustos, que son placeres momentáneos y pasajeros, nunca son satisfechos, y que el hombre que se sujeta a ellos vive caóticamente y fuera de la inteligencia. Las pasiones y los caprichos de los deseos nos conducen a una vida sin sentido, nos colocan a la espera de que alguien o algo apague nuestra sed. Lejos de ser libres y poderosos, somos, entonces, esclavos y dependientes. Inteligente, en consecuencia, es el hombre libre, el que se gobierna, y solo él, por tanto, puede gobernar a los demás, es decir educarlos y hacerlos inteligentes en ese autogobierno que produce la verdadera libertad.
Sabio, le explica Sócrates, es quien sabe vivir y no quien sabe cosas, quien tiene muchos conocimientos. Sabio, en este contexto, es quien sabe controlarse aspirando a los bienes verdaderos: la in-dependencia y la libertad. De allí, la máxima socrática Conócete a ti mismo. Es decir, conócete en tus debilidades, para aprender a dominarlas y a ser sabio d esa manera.
Platón inferirá que ese gobierno de sí mismo debe aplicarlo el sabio al gobierno de la ciudad. Los gobernantes tienen, pues, la función de ser maestros, filósofos, de procurar el bien de los ciudadanos, enseñándoles a “modificar los deseos de la ciudad y a resistir a ellos, y de llevar a ésta, por la persuasión o la autoridad, a las medidas más convenientes para volver mejores a los ciudadanos”.
Pero los gobernantes, esos hombres reales de la política cotidiana, los del pasado y los del presente, ¿a qué se dedican?
“Navíos, murallas, arsenales y otras cosas por el estilo”, eso es lo que procuran creyendo que es lo mejor para la ciudad. Y no lo es. Lo que corresponde es mejorar a la gente, y de ese modo mejorar la vida. Navíos, murallas, puentes y otras construcciones mejoran la ciudad, pero no a sus habitantes.

“En los cuidados relativos tanto al cuerpo como al alma hay dos tratamientos distintos; uno servil, y por medio del cual es posible procurarnos, si nuestro cuerpo tiene hambre, alimentos; si sed, bebidas; si frío, vestidos, mantas, calzado… Los que procuran estos elementos son vendedores, artesanos, panaderos, cocineros, tejedores… Cuidan el cuerpo desde afuera. Pero los que verdaderamente cuidan el cuerpo en sí son los que practican el arte de la gimnástica y de la medicina…”

Es como calmar con juguetes a un niño que está enfermo y triste. Lo importante no es en volverlo en consuelos exteriores, sino curar su cuerpo. Si le duelen los pies, no porque se le den zapatos nuevos caminará mejor. Una cosa son los paliativos, y otra, los remedios. Los paliativos son las apariencias; los remedios, la disciplina gimnástica, son la verdad, el conocimiento de la verdad y los únicos por tanto, que modifican la realidad. Del mismo modo, explica Sócrates a Calicles, los gobernantes pueden engolosinar al pueblo, o realmente gobernarlo, es decir educarlo; es decir, mejorarlo.
Claro que conocemos pueblos y sociedades que se rebelan contra sus gobernantes. Y los gobernantes se indignan profundamente, se ofenden, gimen de dolor por la ingratitud de su gente. Platón pone en boca de Sócrates:

“-Cuando una ciudad enjuicia, cualquiera sea el motivo, a uno de sus hombres públicos, veo a los acusados indignarse, revolverse contra la injusticia que se comete con ellos y gritar a voz en cuello que es un crimen querer perderlos tras tantísimos servicios como han prestado al Estado ¡Todo no es más que mentira! Un jefe de Estado jamás sería tratado injustamente por la ciudad que preside… ¿Habrá algo más ilógico que su proceder y que sus quejas? ¿Cómo es posible que una vez que han llegado a ser buenos y justos gracias a un maestro que les ha librado de la injusticia, puedan perjudicar a sus maestros en virtud de aquello que gracias a ellos ya no tienen? ¿No te parece esto extraño, amigo mío? Y considera, Calicles, que con tu negativa a responderme me has obligado a hacer este verdadero discurso, digno de un político.
“-¿Es que no puedes hablar sin que se te responda? – se fastidia Calicles.
“-Tal vez; en todo caso aquí me tienes entregado a larguísimas disertaciones por negarte a responderme. Pero, por el dios de la amistad, dime si no te parece absurdo sostener que se ha hecho bueno a un hombre, para reprocharle luego, una vez que lo es y se enorgullece de ello, que obre como un perverso.
“-Así me parece- afirma Calicles”.

Releamos el párrafo, porque merece ser saboreado. Si se me permite la digresión, la filosofía –y quizás todo lo que es producto humano de valía- tiene su estética en la expresión, y su belleza merece ser apreciada. No basta con tener o repetir ideas. Lo verdadero –y esto lo percibieron Sócrates y Platón, su discípulo, antes que el poeta John Keats y tantos otros- es bello. En la belleza suele hallarse un indicador de lo verdadero. Y belleza es el sabor. El deleite que nos produce una verdad. Según esta concepción, entonces, lo bueno, lo bello, lo verdadero, conforman una noción integrada. La verdad, al expresarse, es belleza; la belleza expresa la verdad, y seguir el camino de la verdad es realizar el bien.
Disfrutemos pues del texto, del razonamiento que Sócrates propone a Calicles:

 Los mejores son los que deben gobernar.
 Los mejores son los que poseen la inteligencia, la lógica, y se autogobiernan y buscan que los otros, los gobernados, sean mejores.
 Porque el que gobierna es gobernador y gobernado a la vez. Gobierna a los demás porque se gobierna a sí mismo.
 En consecuencia, al gobernar oficia de maestro, de guía, y hace de los ciudadanos mejores ciudadanos, es decir, más sabios en sus respectivas vidas.
 Si eso hace, si los educa, él no debería luego, cuando ellos se rebelan contra él, ofuscarse ni enojarse. Porque a esos ciudadanos, ¿no los educó él, el jefe de Estado? En consecuencia, ellos obran según el bien que él les transmitió, aunque obren en su contra.
 Por otra parte, si lo que les transmitió no es la educación para el bien sino para el mal, si el modelo que les ofreció no es la justicia sino la injusticia, tampoco ha de enojarse, ya que ellos obran exactamente con la educación y el modelo que el jefe de Estado les presentó.

En las palabras de Sócrates subyace cierto escepticismo del individuo frente a la buena voluntad de los gobernantes, y una segunda ironía: si Calicles no responde, Sócrates se ve condenado a hablar solo, y largamente… como hacen los políticos.
En resumen, dice Sócrates, todos los hombres que poseen funciones superiores en la sociedad –funciones que son, ante todo, educativas por esencia- “no tienen derecho a censurar a aquellos a quienes han educado, ya que no pueden acusar a sus discípulos de perversidad respecto de ellos, sin condenarse a sí mismos”.
Y le pregunta a Calicles:
“-¿No te parece?
“-Sí- responde el pobre de Calicles”.

La trama entretejida del pensamiento de Sócrates es como una prisión; una vez que uno cae dentro de ella, no tiene manera de huir. Esta es la dialéctica, el razonamiento que va de un extremo al opuesto con una lógica férrea que impide cualquier evasión. La dialéctica opera a través de conceptos opuestos que provocan la necesidad de “nuevas ideas”, de esa manera, el devenir del pensar nunca concluye; como la vida, nunca deja de fluir.
En nuestro tiempo, el filósofo Paul Feyerabend sostiene, en ¿Por qué no Platón?, que el pensamiento nunca debería dejar de ser diálogo para ser viviente. En los diálogos los personajes que hablan confrontan puntos de vista diferentes, y así como se da lugar a la duda, y de ella surge el pensamiento.
Du-da tiene la raíz dos. Quien tiene una idea no piensa, porque no du-da. Y si no tiene dos ideas que se contrapongan, lo mejor que puede hacer es recurrir al diálogo con otro.
Eso aprendemos con Sócrates: si nos quedamos con nuestra propia idea, esta se nos vuelve una cárcel y no crecemos. Debemos abrirnos al otro. Al otro humano, y al otro concepto.

LAS DOS CÁRCELES

Por cierto que Sócrates era muy admirado por muchos y muy odiado por muchos otros. Los dueños del poder, cualquiera fuese éste, o son mejores que los demás, o no merecen ser dueños de nada ni tener poder alguno. El poder es de la inteligencia, de la moral, de la razón, del ejemplo educativo. El mejor gobernante es aquel que mejor se gobierna a sí mismo, y por tanto sólo él puede gobernar, es decir educar, a los demás.
En consecuencia, gran parte de Atenas odiaba a Sócrates, porque los desnudaba sin piedad, y hasta se burlaba de ellos y de su falso poder. Un día se cansaron de ese filósofo que andaba por las calles haciendo preguntas, haciendo pensar a la gente por medio de la “ironía”, tal como hizo con Calicles, según vimos. Decidieron que había que suprimirlo, que era un peligro público.
Dijeron, y de eso lo acusaron, que pervertía a la juventud. Los gobernantes de Atenas tenían razón, su acusación no carecía de lógica: Sócrates pervertía a la gente en cuanto los hacía pensar, y de esa manera los compelía a tomar conciencia de que sus gobernantes eran todo lo contrario de lo que debían ser.
Siempre ha sido así: si alguien no piensa como los gobernantes de turno, es una mala persona, es un perverso. ¿Y quién causaba esa perversión? Sócrates. Por tanto lo juzgaron y condenaron a la prisión y a la muerte. El juicio, sus detalles y la muerte de Sócrates en prisión están narrados en la Apología de Sócrates y en otros diálogos también escritos por Platón, su dilecto alumno.
Sócrates pudo haber huido de la prisión. Los amigos se lo ofrecieron y el gobierno ateniense estaba dispuesto a aceptar esa fuga casi como algo legal. Pero él se negó. Por encima de la justicia o injusticia momentánea, de ciertos jueces, estaba la ley de la polis, y ella debía ser respetada como modelo para los demás, predicaba Sócrates.
Critón, uno de sus amigos más cercanos, visitó a Sócrates en la cárcel. Le propuso la fuga. Él, junto con otros discípulos, le ayudarían a escapar a la libertad, a otro lugar, a otra ciudad. Aun en este tema tan trágico, la pluma de Platón no puede eludir la ironía. En el diálogo Critón escuchamos decir a este amigo de Sócrates:

“Todavía tienes tiempo de obedecerme y de salvarte. Piensa que, si mueres, seré doblemente desgraciado, pues además de quedar privado de un amigo de tal condición que jamás tendré otro semejante, muchos hombres que no nos conocen suficientemente a ti y a mí creerán que fui negligente, convencidos de que te habría salvado si no hubiera mediado dinero de por medio. Y en verdad, ¿qué fama puede ser más vergonzosa que la del hombre que, según la opinión general, prefiere el dinero a los amigos?”

¿Por quién luchaba Critón? ¿Por la vida de Sócrates o por sí mismo? Critón se preocupaba por lo que la gente podría pensar de él si Sócrates moría. Triste la prisión, triste la muerte y más triste los amigos que velan, mientras la tragedia le sucede al otro, por el qué dirán. Triste argumento para salvar al otro.
Critón hablaba de conveniencias, de intereses. Sócrates respondió en nombre de la razón, del deber, demostrando que siempre había sido sabio y que supo gobernarse a sí mismo mientras vivía: “He aquí lo que debemos reflexionar: si es justo que yo trate de salir de esta cárcel sin la anuencia de los atenienses, o si no lo es”.
La ética de Sócrates resulta un ejemplo válido hasta el día de hoy. Si él escapaba, le haría un daño a la ciudad, porque estaría atacando el sistema de su justicia, de sus leyes. No olvidemos que la polis no sólo era un lugar físico, una entidad abstracta para el griego, sino su hogar, su patria, su querencia más íntima y su ideal supremo.
En el proceso, a Sócrates se le dio la oportunidad de desterrare, de ir a otra ciudad. El desechó esa salida. Era peor que la muerte. Era una forma de muerte: quedarse sin nadie, sin nada para qué vivir.
En el final de Apología de Sócrates, Platón imagina que las leyes de la ciudad le hablan a Sócrates y le dicen: “-Si es que vas a morir, lo harás víctima de una injusticia que te han ocasionado los hombres, no nosotras, las leyes…”.
Sócrates no huyó ni se salvó, fue condenado y murió. Por amor y respeto a las leyes de la polis.
Nuestra naturaleza, la humana, es naturaleza legislada, ordenada por normas, leyes, principios, modelos de autogobierno. Sócrates no accedió a perder las riendas de sí mismo. La pasión ordena vengarse, cometer injusticia contra injusticia. La razón ordena acatar las leyes, aunque debamos pagar con nuestra vida.
El cuerpo, soma (en griego), es sema, que significa “cárcel”. Al morir, Sócrates abandonaba dos cárceles: la de los tiranos de Atenas, por un lado, y la cárcel del cuerpo, por otra. Sócrates solía decir que la filosofía es una preparación para la muerte. Sabio es quien sabe vivir, quien sabe morir.

EL GALLO DE SÓCRATES

Serenamente tomó el vaso de cicuta y bebió. Antes de que el veneno surtiera su efecto, pidió un gallo para Esculapio.
El autor español Leopoldo Alas, alias “Clarín”, escribió a partir de este episodio un cuento que se llama, precisamente “El gallo de Sócrates”. En ese relato, quien recibe la orden de hacer ese sacrificio al dios de la salud, Esculapio, es el discípulo Critón.
Critón no piensa, se limita a cumplir con la orden de Sócrates. Toma literalmente las palabras del maestro y las ejecuta. En su camino avizora un gallo. Procura alcanzarlo, y el gallo, adivinando sus intenciones, huye. S produce la persecución. En ella se enfrentan el hombre y el gallo. Pero ese gallo se había criado en la casa de Gorgias, un sofista y un retórico, es decir, un hombre que sabía darle a la lengua armando y desarmando argumentos. En consecuencia, este gallo sabe hablar y razonar, y le dice a Critón: “Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los maestros. Permanecen aquí, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos…”.
Profunda reflexión la del gallo socrático. Se van los creadores y quedan los repetidores, los “literalistas”, incapaces de pensar por sí mimos. Critón es una sombra de Sócrates. En Sócrates la frase “un gallo para Esculapio” tenía un sentido vital, irónico, una moraleja oculta. Critón la toma al pie de la letra, y hasta el gallo supera su corta inteligencia. Critón, incapaz de otra cosa, le explica:

“-Sócrates, al morir, me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio en acción de gracias, porque el dios le daba la salud verdadera librándole por la muerte de todos los males.
“-¿Dijo Sócrates todo eso?
“-No, dijo que debíamos un gallo a Esculapio.
“-De modo que lo demás te lo figuras tú… Aprende que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar la armonía entre la razón y los ensueños populares…”.

Un juego sublime. Cuando la ironía juguetona desaparece, y tomamos las palabras del maestro sin su ambigüedad, como órdenes absolutas, ahí comienza la muerte del pensamiento, y la persecución de gallos inocentes. Leopoldo Alas hace decir a su gallo:

“-Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí, eres símbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo… Sócrates no creía en Esculapio, no era capaz de matar una mosca, cuánto menos un gallo…”.

Critón sacrificó el gallo. Pero el cuento de Alas pervive y, al mejor modo socrático, nos deja pensativos.

CUANDO MIS HIJOS CREZCAN…

En el final de su discurso (“apología” significa “defensa”) dice el filósofo ante sus jueces:

“- Sólo les pido esto: cuando mis hijos crezcan, castíguenlos, señores, afligiéndolos del mismo modo en que yo los he afligido a ustedes, si les parece que se preocupan por la fortuna o por cualquier otra cosa antes que por su perfección. Y si aparentan ser algo que en verdad no son, repróchenselo, como yo lo he hecho con ustedes, por no preocuparse por las cosas que deben, y porque creen merecer algo que no merecen”.

La filosofía enseña a pensar, a distinguir entre apariencia y verdad. Nos enseña que la fortuna, los bienes materiales, las riquezas, los honores, todo aquello por lo cual el hombre se des-vive, son sólo juguetes que nos divierten, falsas máscaras del ser.
El verdadero ser busca su perfección interior, el autogobierno, el aprendizaje continuo. En eso y sólo en eso consiste el bien.


BARYLKO, Jaime, La Filosofía una invitación a pensar.

9 comentarios:

  1. Profesora, sos alumna del Curso UBA DE ORIENTADOS DE PROCESOS DE LA COMUNICACION. Disculpe que me remita a traves de "comentarios" pero no puede encontrar su casilla de mail como asi tampoco el texto de Kapuscinsky "El Otro". Por favor, en lo posible, remitirme donde puedo ubicarlo. Muchas gracias

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  2. El texto se encuentra con el título "El encuentro con el otro - Ensayo" bajo la etiqueta NUEVOS SUJETOS: LA OTREDAD, publicado el 8 de mayo.

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  3. bueno me parese k lo k socrates dise es importante para lavida cotidiana y k no leguste vallase ala verga hp

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  4. Como podria explicarme la frase que dice " si no tuviéramos problemas seriamos francamente como las plantas" para alguien que no entiende filosofia.

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  5. alguien me puede explicar que quiere decir cin todo eso?

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  6. a que se refiere con las dos cáceles?

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  7. Es realmente un muy buen análisis del pensamiento socrático, yo lo leí para repasar lo que he dado en clases y así preparar un parcial y lo encontré muy completo y claro.

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  8. Que trata el dialogo de socrates y calclices

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